"La princesa de los sueños perdidos", de Lázaro R. Arteaga. Capítulo 1. El último día

 

Noelia se levantó como cada día; no era un día cualquiera; había tomado una decisión no fácil, pero tras meditarlo mucho dio un paso al frente para cambiar su vida y la de su familia.

Las expectativas en Valencia, Venezuela, eran bastante pésimas; trabajó en muchos sitios, llevó la gerencia de un hotel, cultivó la tierra, despachó tickets en los autobuses, vamos, hizo un poco de todo a pesar de tener preparación universitaria. Pero con cuatro hijos, un nieto, las circunstancias penosas por las que atravesaba el país y una pareja que había enfermado y no podía trabajar, las penurias empezaban a acuciar y ser muy abundantes. Por eso, cuando le ofrecieron venir a trabajar a España, a Canarias en concreto, tampoco tenía demasiado que pensar, tan solo la propuesta, nada atractiva pero suculenta.

Era muy guapa, delgada, esbelta, sus embarazos no habían causado ningún efecto negativo en su figura.

En Canarias estaba su hermana mayor, Sonia. Llevaba tiempo allá; si les digo la verdad, tampoco sé muy bien en qué trabajaba, solo que vendía productos cosméticos y que sus padres eran originarios de la isla de La Palma, donde tenían familia, pero a la que no conocían. 

En Valencia, la tercera urbe industrial más poblada de Venezuela, hace tiempo que las cosas cotidianas no son fáciles, al igual que en el resto del país.
Las cifras son demoledoras, el segundo más inseguro del mundo, detrás de El Salvador, con setenta y tres asesinatos al día, lo que hace unos veintisiete mil al año.

A esto debemos sumar una inflación que supera el dos mil por ciento; no hay alimentos suficientes para abastecer a la población, ni gasolina para que puedan funcionar los vehículos; qué paradojas tiene la vida, un país rico en la materia prima, el petróleo, y no tiene el producto refinado para el movimiento del día a día. Faltan pañales para los pequeños, escasean de manera alarmante los medicamentos, por no haber no hay ni siquiera papel higiénico, un drama constante al que se enfrentan cotidianamente los venezolanos.

Aquel día, al levantarse, su pareja, Eduardo, le repetía una y otra vez: «No serás capaz de marcharte, no nos vas a dejar solos, no puedes hacernos esto»; el maltrato psicológico intentaba evitar lo inevitable. 

No la creía capaz de dar ese paso tan importante; él había coqueteado con la muerte tras una larga enfermedad de páncreas y ella siempre estuvo a su lado a pesar de que no había sido un novio modelo, no en el aspecto del cuidado de sus hijos ―los de Noelia porque de él no era ninguno―, ahí siempre se portó realmente bien, sino que en el trato a la mujer sensible y educada que tenía a su lado dejaba bastante que desear.

Debemos tener en cuenta que su primera relación, la que tuvo con el padre de sus hijos, se quebró por una reiterada sucesión de infidelidades que no pudo soportar; y las cosas del querer, se encontró de nuevo lo mismo, por lo que se replanteó en numerosas ocasiones su relación; pero llegó la enfermedad, el tiempo de hospitalización y con todo esto la pena. Algo cambió a peor, el mal ya estaba hecho.

Ella lo miraba, hacía tiempo que había decidido que ningún hombre sería su dueño, por esos a todos esos «no…» decía ella que sí, que me voy esta noche, lo tengo decidido y no hay marcha atrás, te pongas como te pongas y digas lo que digas.

A estas alturas de nada valían las penas, ni coacciones, lo único que veía era dinero y bienestar.

Se levantó con ímpetu, no tenía ganas de discutir; se fue a despertar a sus hijos pequeños, ya los grandes eran mayores de edad; Noelia tuvo a su primera niña con dieciséis años, ahora tenía treinta y cinco.

Los despertó suavemente, con besitos y caricias, con mucho cariño, durante unos meses no los iba a volver a ver, así que este último día tenía que ser especial; les preparó su comida preferida, arroz con caraotas y cambures. Muy poco más, su vuelo salía a las ocho de la tarde y desde las cinco tenía que salir de casa.

Lo había pensado mucho, le sufragaban el pasaje a cambio de que lo pagara cuando empezara a trabajar; su hermana le había conseguido esta oportunidad, un lugar en el que ganaría cuatro mil euros al mes.

No, no era médico, ni ingeniera, aun teniendo estudios universitarios no tenía acceso en España a un puesto de trabajo con buenas remuneraciones porque ya bastantes universitarios bien formados engrosan las listas del paro.

Pero para su trabajo no hacen falta estudios especiales, para ser prostituta solo es necesario estar dispuesta a tragar con lo que te va a venir, ser lo suficientemente cariñosa para que los clientes vuelvan y repitan y asumir que, por mucho que te empeñes, en tu vida van a cambiar muchas cosas.

En realidad, se trata de sexo sin amor, pero dependiendo de la educación que hayas recibido de tus padres, pierdes algo más que la decencia, llegas a perder la dignidad.

Cierras los ojos, te abres de piernas y extiendes la mano para cobrar, pero cuando vuelves a abrir los ojos solo ves el dinero que ganas fácil y esto tapa el resto de tu mundo, te olvidas de lo que has sido hasta ese momento y derrochas; en las calles hay mucho más y tú has llegado a ese punto del camino, en el que ganándolo bien, ni sientes, ni padeces.

Ella lo sabía, la única dificultad estribaba en saber si alguna vez volvería a abrir esos ojos de verdad, viendo la realidad y sin mirar atrás con remordimientos ni cargos de conciencia; la clave era conseguir que no se enterara su pareja ni sus hijos. Era fundamental que su secreto quedara guardado en los confines del olvido.

¿Qué hermana ofrecía este tipo de trabajo? Evidentemente, y aunque desconozco la realidad, alguna que trabajó en lo mismo, porque si no carecería de sentido.

Al despertar al pequeño Adrián, se dio cuenta de que lo habían picado los mosquitos; tenía ocho años, pero era bastante espabilado. Noelia le preguntó que por qué no los había espantado y el niño, con la candidez y sinceridad que tienen los niños le contestó: «Mamá, ¿y qué querías?, ¿qué hiciera un agujero en el sueño?».

Ella esbozó una gran sonrisa, la contestación trasmitía dulzura, sencillez, pero no dejaba de ser ocurrente.

Sus hijos eran el único motivo que le habían hecho dudar a la hora de dar el paso de trasladarse a Canarias a ejercer la prostitución, pero al mismo tiempo eran la excusa perfecta para poder hacerlo sin cargos de conciencia, su bienestar y la mejora de sus condiciones de vida gracias al dinero que ganaría.
Ya había preparado las maletas y Eduardo, incrédulo, volvía una y otra vez a presionar con sus preguntas, pero la decisión estaba tomada.

Tras un largo día volvieron a casa después del almuerzo, eran las cuatro de la tarde y se acercaba la hora de partir.

En la casa, toda la familia; Adrián el más pequeño, Lucía que tenía doce años; Ramiro, con diecisiete recién cumplidos; Marta, la mayor de los hermanos con dieciocho y su hijo, el nieto de Noelia, Francisco, un bebé de pocos meses; y como no, Eduardo, que seguía pensando que a última hora daría marcha atrás.

Para todos ellos mamá venía a Canarias a cuidar a una persona mayor, de interna en una casa, con los gastos de manutención pagados y así podría mandar el sueldo, prácticamente íntegro a Venezuela.

Es verdad que, antes, este tipo de trabajos estaban reservados prácticamente en su totalidad para emigrantes de origen sudamericano o asiático, pero con la crisis todo esto cambió; la propia población del lugar había retomado estas actividades, mucha gente en paro y pocas posibilidades hicieron que todo aquello, que antes se podía rechazar, ahora era un regalo divino para salvar las situaciones familiares complicadas que se estaban produciendo.

Y por eso, bajo el desconocimiento de la familia de Noelia, nunca pusieron en duda la versión, aunque con sentido común y si conocieran la verdadera realidad de nuestro país, se habrían dado cuenta de que se trataba de un engaño.

En España las familias malviven con menos de mil euros al mes, que te dan muy justito para pagar un alquiler, atender los gastos de la casa habituales, y no tienen para ahorrar ni un solo euro, mayoritariamente; se ha endurecido tanto la situación que las familias ya no se pueden permitir pequeños lujos tales como salir a cenar fuera un par de días al mes, salir al cine y, por supuesto, no tienen la oportunidad de darse un capricho comprando algo que no sea necesario para la subsistencia diaria.

Lo realmente triste de la historia de Noelia era que además de prostituirse, lo iba a hacer en una casa de citas, donde percibiría el cincuenta por ciento de lo que ganaba, enriqueciendo a una madama, que, valiéndose de la necesidad de las personas, conseguía altos ingresos sin ningún tipo de escrúpulos, sin remordimientos ni cargos de conciencia.

Eduardo sacó el carro y lo acercó a la puerta de la casa, ya había bajado las maletas y dejó a Noelia despidiéndose de sus hijos y su nieto; al aeropuerto solo iban los dos, los niños ya se quedaban en casa.

Noelia los fue abrazando uno a uno; pretendió mantener fortaleza, haciéndoles ver que el viaje iba a ser corto y que de nada valía la tristeza, que antes de lo que pensaban volvería para estar junto a ellos.

Pero al llegar a la despedida con Francisco, su nietico, no pudo contener las lágrimas; la fuerza que pretendía aparentar se volvió debilidad y el llanto fue abundante, creando un desasosiego entre sus hijos que no pretendió crear.

Todos hicieron una piña alrededor de mamá, un abrazo interminable y sentido que derrochaba ternura y amor a partes iguales. Lucía le decía: «Mami, no tardes en volver».

Se secó las lágrimas, le devolvió el pequeñín a su mamá y, con el corazón roto, se dirigió hacia la puerta; en ese momento sí que le entraron dudas, hasta pasó por su cabeza por algunos instantes la idea de quedarse, pero ya habían invertido dinero en ella, era una mercancía que no se podía devolver y, si no realizaba el viaje, de igual manera habría tenido que pagarlo, lo que supondría la ruina económica de su familia.

De este modo, con dolor en el alma, cerró la puerta y dejó atrás su vida o quizá algo más: enterró su dignidad.

En la calle esperaba Eduardo. El camino hacia el aeropuerto fue sombrío, entre penumbras de silencios entrecortados con algún que otro nuevo reproche a los que Noelia hacía oídos sordos y no contestaba.

Bastante compungida y apesadumbrada había quedado tras la despedida de sus hijos como para volver a discutir con él.

Al llegar al aeropuerto y, tras dejar el carro en el parquin, bajó la maleta, una sola; el equipaje no era abundante, no necesitaba prácticamente nada; una vez llegara a Canarias le proporcionarían nuevas ropas adecuadas a la actividad que iba a desempeñar y, por tanto, tan solo lo justo y necesario para salir del paso sus primeros días de estancia.

Se dirigieron al mostrador de facturación. En todo momento se notaba una tensa quietud, un silencio que casi no se rompía con nada, tan solo con esas pequeñas insinuaciones tendenciosas de Eduardo, cuya única intención era que Noelia rectificara su decisión y a las que esta hacía caso omiso y respondía con indiferencia y más silencio.

Tras facturar, llegó el momento de la despedida: fue fría, con un beso poco apasionado y un abracito casi ridículo. Él ahí acabó de entender que se marcharía, que su intento de coacción por pena no había dado resultado y que con esa salida podía peligrar su relación.

Se le pasaba por la cabeza la idea de que Noelia conociera a alguien que la llenase más y que volviera, pero ya no a buscarlo sino a llevarse a sus hijos y dejarlo allí. Ese era su auténtico temor. Sabía que no se había preocupado por ella lo suficiente, que pesaban mucho sus infidelidades y que lo podía pagar con su indiferencia.

Pasó el control de seguridad; ni una sola mirada atrás mientras que Eduardo permanecía impasible esperando a que se perdiera en los pasillos que daban acceso a las puertas de embarque.

Buscaba ese gesto cómplice que no se llegó a producir y que lo dejaba aún más preocupado. Esperaba un besito volado, un adiós cariñoso con la mano, algo que le hiciera sentir que le importaba.

Sin embargo, lo único que llegó a percibir fue la indiferencia. Quizá se lo había buscado por no darle el apoyo que necesitaba y bombardearla continuamente con reproches.

Ella se fue a la puerta veintiuno. Tras la larga cola del vuelo interoceánico de Iberia llegó a su asiento; lo peor había pasado y por delante quedaba esperanza, no sin recatos ni dilemas morales que la iban a seguir acompañando durante mucho tiempo.

Pero en la balanza de sus pensamientos había prevalecido el bienestar de sus hijos ante la realidad que estaba dispuesta a vivir. ¿Una excusa o un fin? Cada uno es libre de pensar lo que quiera.

Para ella nada de cargos de conciencia, ni de sentir que hacía nada malo, ninguna sensación de suciedad ni de traición a su educación; tan solo una cosa en su cabeza: dinero, dinero y más dinero, a eso se reducía todo.


"La princesa de los sueños perdidos", de Lázaro R. Arteaga